NO SE ENTIENDE NADA (la realidad alterna del debate sobre imputabilidad)
Artículo de Alvaro Dell Acqua.
Si tenemos un problema social que reputamos grave, y que no puede resolverse en el reducido circuito del debate académico, ya que la mayoría de la población no participa de él, entonces todo queda confiado a lo que pueda hacerse a o decirse a través de los medios de comunicación.
Si se nos solicita que tomemos una decisión colectiva sobre un aspecto delicadísimo de nuestras vidas, como nuestra seguridad, va implícito que tenemos que tener el derecho de informarnos adecuadamente sobre el asunto sujeto a resolución, porque de su éxito o fracaso depende nuestra tranquilidad futura, o la multiplicación perpetua del debate, con reclamos de medidas más drásticas, porque la que tomamos no funcionó, funcionó mal, o funcionó al revés, creando un problema mayor (basta imaginar el riesgo que introduce en el organismo una vacuna nueva probada por primera vez -mínimo quizás, pero riesgo al fin-, para extrapolarlo a la toma de una medida político social, mucho más imprecisa, que interferirá en una cantidad incalculable de procesos humanos, causando una sucesión infinita de efectos imposibles de rastrear).
Para tomar una resolución que reduzca al mínimo su falibilidad es necesario que se nos plantee con claridad la pregunta, y se ponga a nuestro alcance las herramientas para una cabal comprensión del problema, y esto solo puede cumplirse colectivamente a través de los medios masivos de comunicación.
Pero los medios masivos de comunicación tienen también sus intereses propios que, como consecuencia de responder a empresas comerciales, son también comerciales. No es novedad que sus éxitos se miden en unidades rating canjeables por publicidad, la financista del sistema.
Y así como un crimen horrible a punta de caño contra un comerciante cotiza más que cualquier historia de recuperación de un botija cualquiera, por más conmovedora que esta sea, el testimonio desesperado de una madre clamando ante los micrófonos soluciones bárbaras genera mayores niveles de audiencia que una entrevista al sociólogo más experimentado.
Así, las opiniones puntuales de los famosos se convierten, por efecto de repetición, en referencia autorizada; un grupito de mensajes de texto (ni sabemos cuántos) enviados a un programa cualquiera con el contenido de sí imputabilidad o no imputabilidad pasa por sondeo de opinión; los periodistas deportivos defienden a grito pelado opiniones tomadas a la ligera; y si las posiciones de quienes por elección y asunción de roles (y nada más que por eso) produjeron conocimientos basados en estudios y/o trabajos responsables no tienen voz en el debate, ni pensemos ya en el miserable protagonista ausente, infractor o no, que no solo no tiene voz sino que, imputable o no, tampoco tendrá voto.
En los programas más "serios" se invita a participar a dos políticos con posiciones contrarias, que en función de intereses electorales fueron enviados por su partido a defender una posición. Lo que interesa aquí no es la razón intrínseca de la idea sino la fuerza persuasiva del argumento. Entonces cada oponente tiene que exacerbar la parte de verdad que le favorece y encubrir la otra, y es dificilísimo pescar un dato fiable entre el cúmulo de mentiras descaradas, verdades a medias o fuera de contexto, mensajes subliminales y frases tautológicas.
Es cierto que quienes manejan la información tienen también otros intereses, entre los cuales probablemente uno sea la seguridad. Pero en tanto consumidores del producto que venden tienen la misma percepción de la realidad que todos, y creen la mentira que ellos mismos crean.
Como consecuencia, mientras los mitos del mundo mediático se esparcen soberanamente, autodefiniéndose como la realidad, los datos mucho más fehacientes y las conclusiones más confiables aportados por los distintos operadores de las disciplinas involucradas en el problema tienen que transitar canales casi clandestinos o rigurosamente académicos para obtener niveles mínimos de exposición.
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Por si fuera poco, el concepto que nos ocupa (imputabilidad) requiere precisiones jurídicas, lo que hace más intrincado y tedioso el debate, que en general acaba reduciéndose a fórmulas tales como “mayor o menor represión”, o directamente “firme por seguridad”, dejando por sobreentendido que toda oposición al proyecto es lo mismo que no querer seguridad.
Y para hacerlo más rebuscado el concepto no significa aquí lo que en verdad significa.
Porque imputar es atribuir una conducta a una persona y obligarlo a asumir las consecuencias, es decir, responsabilizarlo por ella.
Se responsabiliza a quien, estando en condiciones de conocer lo ilícito de un acto, y pudiendo actuar conforme a esa comprensión, decidió avanzar en su móvil egoísta. Y la responsabilidad consiste en imponerle por ese acto una sanción determinada.
Entonces lo que se nos estaría pidiendo es que consideremos la posibilidad de bajar a 16 el límite etario por encima del cual una persona puede ser sujeta a responsabilidad. Pero allí el debate no tendría sentido, porque en nuestro país ese límite está fijado en los 13 años.
La única interpretación lógica es: se pide nuestra aprobación para someter a jóvenes de 16 y 17 años al sistema penal de adultos, distinto al de adolescentes, distribuyéndolos entre los reclusos mayores y aplicándoles las mismas penas. No hay otra forma de entenderlo ya que es la única diferencia entre un sistema y otro.
Pero como el debate mediático está armado para que no se entienda rara vez se conduce en función de esta interpretación. Otras veces se habla de imputabilidad en el sentido real pero aquí inviable, o directamente acaba en una cuestión de mayor o menor tolerancia con el “enemigo”.
Un estudio de opinión pública, elaborado en 2010 sobre 588 encuestados en Montevideo, dio estos datos al consultar, entre quienes estaban de acuerdo con bajar la edad de imputabilidad, las razones en que se fundaban. El 38, 2 % respondió: porque “la delincuencia es prematura y, por tal motivo, no se la responsabiliza”; el 20,6% porque “una persona menor de 18 años tiene la maduración suficiente para distinguir el bien del mal, o sea, puede ser responsabilizados por sus actos”; el 16,2 % porque hay un “aumento de la minoridad infractora”; y el 7,4 % se funda en la “responsabilidad directa e indirecta de los padres” (si estos no se hacen cargo entonces debe hacerse cargo el Estado). El 17,6 % restante corresponde a la categoría “otros”[1].
La muestra arroja como conclusión que (dejando fuera por dudosa la categoría “aumento de minoridad infractora”) por lo menos un 66,2 % de los encuestados está pidiendo algo que ya existe, sea la responsabilidad del adolescente, sea que el Estado se haga cargo de él (en el plano normativo, que es lo que se discute, independiente del cumplimiento efectivo de las normas).
Cuando la polémica se encauza en el único sentido posible los argumentos se apoyan en razones de urgencia social, en la necesidad de neutralizar a la bestia, a la que el sistema penal juvenil no intimida porque a la vista está que sigue delinquiendo, y que solo puede frenarse con medidas cada vez más extremas.
Pero no se habla de los efectos concretos esperables de la medida que se quiere tomar. Es decir, qué podemos esperar (de acuerdo a los datos empíricos habidos hasta la fecha, analizados en base a los procedimientos menos falibles que la sociedad dispone) aplicándole un régimen penal de adultos a quienes hasta hoy se encuentran por debajo de la franja mínima de “imputabilidad”.
Tenemos que preguntarnos qué aportaría, para bien o mal, la implementación de un sistema de adultos a quienes aún no lo son. Lo que respondido a groso modo sería: una pena propia de adultos y un entorno lleno de adultos.
La diferencia sustancial es que, mientras en el régimen adulto el encierro es la solución de principio, en el juvenil debe ser el ultimísimo recurso.
Como el debate mediático se alimenta de una confianza ciega y exacerbada en la institución carcelaria, cualquier medida que ponga límites a la represión estatal es tenida por ingenua, en el mejor caso un bello propósito. Y esto pese al fracaso crónico de las cárceles (constatado a través de siglos de represividad excedente) que ni resocializa al delincuente ni defiende a la sociedad (como lo prueba este endémico debate), sino que devuelve seres más sufridos y peligrosos.
Cito a Eugenio Zaffaroni: “...la prisión es una institución que deteriora, porque sumerge en condiciones de vida especialmente violentas, totalmente diferentes de las de la sociedad libre... Además, asigna roles negativos (posiciones de liderato internas) y fija los roles desviados (se le exige asumir su papel y comportarse conforme a él durante años, no solo por el personal sino también por el resto de los presos). Estas son características negativas no coyunturales de las prisiones (que pueden ser más o menos superpobladas y limpias), sino estructurales de la institución. Por más que se quiera no se pueden eliminar y producen estos efectos, que en conjunto y técnicamente se llama prisionización”[2].
Y a Eduardo Pesce: “... la pena produce efectos que aumenta la segregación y discriminación del delincuente, sirviendo para crear carreras delictivas y no para evitar el delito”[3].
Por otra parte la interacción con adultos más castigados y experientes proporciona modelos que, lejos de promover un correcto desarrollo de las facultades del joven, lo convierte en cliente vitalicio del sistema.
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Ahora bien, si se nos pide autorización para modificar parcialmente un régimen, lo mínimo que podemos exigir es que se nos explique cómo es que ese régimen funciona, qué modelo reemplaza y por qué.
Su artífice normativo es la Convención Internacional de Derechos del Niño de 1989, que Uruguay ratificó al año siguiente, para cumplir recién 14 años después, sancionando el Código de la Niñez y la Adolescencia (2004). Tanto la Convención como el Código recogen el núcleo central del nuevo modelo: la consideración del niño o adolescente, no como objeto sino como sujeto de derecho.
La consideración del niño como objeto de derecho (que en nuestro país orientó la normativa del anterior Código del Niño) partía de un llano desconocimiento de la personalidad del niño. “...La consideración (dice Pesce) de los niños como incapaces deriva en su tratamiento como seres distintos, como menores a los que se debe proteger. Esta consideración lleva ínsita la tendencia a desconocer el carácter de persona del menor, esto es de un ser autónomo dotado de derechos y obligaciones. Lo transforma en un ser dependiente del Estado y sujeto a todos sus dictados”[4].
Este sistema tutelar que rigió hasta 2004 consagró un sistema penal de hecho que impregnó todo el proceso evolutivo tanto del menor infractor como de quien se hallaba en situación de abandono, ya que las “medidas” amplísimas admitidas en cumplimiento de esa función tuitiva resultaban verdaderas penas, formalmente presentadas como “medidas de protección” (lo que era aún peor porque, al no ser jurídicamente penas, se implementaban sin las mínimas garantías de un debido proceso).
Desde la Convención el niño es una persona en su acepción jurídica de sujeto titular de derechos y deberes. El modelo tutelar se sustituye por un sistema integral de protección de derechos, y además, desde que el joven tiene obligaciones, puede incurrir en responsabilidad.
El concepto de incapacidad se sustituye por el de capacidad progresiva del niño o adolescente, como un sujeto que inició un proceso de aprendizaje que atravesará etapas que requieren soluciones específicas concordantes con su grado de madurez. De allí la necesidad de definir una edad mínima (que, como dije, el CNA fija en 13 años) recién a partir del cual se puede responsabilizar a un sujeto, y mientras no cumpla los 18 solo podrá ser a través de una justicia penal juvenil, diferente a la de adultos, y tomando en consideración las condiciones propias de su edad y entorno social.
Además, por formar parte de un proceso de crecimiento, no es deseable que las medidas tengan un fin desalentador, sino que deben estimular un desarrollo conforme con su capacidad progresiva, desaconsejándose (por todo lo dicho) la privación de libertad[5].
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Y así estamos, dirán.
Pero el problema es que así estuvimos siempre (de hecho, si el conflicto es la infraccionalidad juvenil, hoy estamos mejor[6]).
Y basta para una rápido repaso de nuestro pánico crónico (obviando por nefasto el período dictatorial) con recordar las razzias de los albores democráticos, la ley 16707 de seguridad ciudadana (1995) y la 17243 (2000) declarada de urgente consideración (que entre un cocoliche de temas eleva penas y crea agravantes), todas surgidas en respuesta al clamor de la población, que nunca antes se sintió tan insegura (no importa la juventud o adultez del “enemigo”, siempre deriva en el caprichoso binomio inseguridad / represión). El Estado responde a nuestro llamado pero no nos resuelve el problema, sino que lo empeora. Y nada hace creer que el derrotero se detendrá, a menos que empecemos a reflexionar en términos de responsabilidad colectiva.
Esta responsabilidad es (cito a Mary Belfo) “...en primer lugar de los adultos, representados por el Estado, por la comunidad y por la familia; y en segundo lugar de los niños. Se trata de responsabilidades propias y claramente diferenciadas; no más de irresponsabilidades, como en el sistema tutelar pre-Convención: un sistema en el que nadie se hacía cargo de nada y que funcionaba, también en este aspecto, como una profecía que se autocumplía, ya que era incapacitante para todos los involucrados”[7].
Todo modelo teórico - normativo (por más que participen en su construcción los mejores expertos de todas las ramas involucradas) es tan falible como cualquier teoría que pretenda lidiar con seres humanos. Pero necesariamente falla si no se materializa en el quehacer conjunto de todos los actores del sistema, a través de un cabal cumplimiento de los deberes sociales y estatales (educar, vigilar, integrar, estimular, contener, investigar, evitar, decidir, informar, etc.), en un sistema de responsabilidades múltiples que muchos parecen querer cargarle al más débil.
[1] Gabriel Tenenbaum. Controlando la inseguridad (Estudio de opinión pública acerca de la edad de imputabilidad y la legítima defensa como dos modalidades de protección social). ALUDEC. Montevideo, 2010. Págs. 46 y 47.
[2] Zaffaroni, Eugenio: “Manual de derecho penal. Parte general”. Ediar. Buenos Aires, 2007. Pág. 14.
[3] Pesce, Eduardo. “Lecciones de Derecho Penal”. Carlos Álvarez editor. Montevideo. 2003. Pág. 19.
[4] Pesce, Eduardo. Derecho penal juvenil. Lineamientos para su formulación dogmática. Carlos Álvarez editor. Montevideo. 2005. Pág. 18.
[5] La Convención (art. 40.4) proporciona ejemplos de medidas alternativas a la privación de libertad: el cuidado, las órdenes de orientación y supervisión, el asesoramiento, la libertad vigilada, la colocación en hogares de guarda, y los programas de enseñanza y formación profesional.
El CNA (artículo 80) prevé las siguientes: advertencia sobre los perjuicios causados y las consecuencias de no enmendar su conducta, amonestación, orientación, prohibición de asistir a ciertos lugares, prestación de servicios al a comunidad, obligación de reparar el daño, prohibición de conducir vehículos motorizados, libertad asistida y libertad vigilada.
[6] Me limito a destacar cuatro momentos de la exposición de Rafael Bayce, en el marco de la jornada universitaria interdisciplinaria "Imputabilidad y responsabilidad ¿Qué adolescencia? ¿Cuál futuro?” (llevada a cabo en el Paraninfo de la Universidad el 23 de mayo de 2011): “El 97 % de los reclusos son adultos, y entre el 93 % y 95 % (en los últimos diez años) de las sentencias condenatorias son de adultos… Entre 2004 (año de entrada en vigencia del CNA) y 2009 la infraccionalidad adolescente disminuyó en casi un 7 %. Aumentó solamente un 2% entre 2007 y 2008… Tampoco es cierto que sea fundamentalmente de cualidad violenta esa cantidad. El 75 % de la infraccionalidad adolescente es de acciones contra la propiedad y no contra la persona… En el mismo período de tiempo en que la criminalidad adolescente no aumentó, el tiempo de dedicación de espacio en los medios a la infraccionalidad adolescente se multiplicó en 259 %.”. Puede verse la disertación completa en http://www.youtube.com/watch?v=SgkdtlIkWEc.
[7] Mary Belfo: Los adolescentes y el sistema penal. Revista de Derecho Penal. 2ª época. Nº 16. FCU. Noviembre 2006. Pág. 64. Se refiere al sistema de responsabilidades establecido por la Convención.
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